Vivir el luto por un ser querido. Cuento Zen

En lo alto de una tierra olvidada por el tiempo, donde los vientos hablaban en susurros y las montañas observaban en silencio, vivía un maestro llamado Akira. Se decía que sus ojos podían ver más allá del mundo físico, y su corazón comprendía los misterios que ningún sabio antes de él había descifrado. Los peregrinos de todas partes llegaban a su morada en busca de respuestas a las preguntas más profundas de la existencia. Sin embargo, Akira se mantenía distante, pues sabía que las verdades no se entregan fácilmente; se encuentran en el abismo de la propia experiencia.

Un día, un hombre llegó hasta Akira. Su nombre era Ryota, y sus ropas, sucias y rasgadas, hablaban de un viaje largo y sin consuelo. Sus ojos, llenos de lágrimas que no había derramado, reflejaban la sombra de una pérdida reciente. Su hija, su luz más brillante, había muerto. Y con ella, sentía que su mundo se había desmoronado. ¿Cómo seguir viviendo cuando lo más precioso te es arrebatado? ¿Cómo caminar cuando el peso de la ausencia es más grande que la propia vida?

Ryota se arrodilló ante Akira y, con voz rota, le dijo:

—Maestro, he caminado sin rumbo, buscando respuestas. Mi hija ha muerto, y mi alma está vacía. Ya no sé cómo existir en un mundo donde ella ya no está. Dime, ¿cómo se sigue adelante cuando el corazón ha sido destrozado?

Akira lo miró en silencio. Durante largos minutos, el maestro no pronunció palabra alguna, como si estuviera esperando algo que aún no había llegado. Finalmente, con una voz tan suave como el viento, comenzó a hablar.

—Ryota, hijo del tiempo y el espacio, ¿has observado alguna vez cómo el río atraviesa el valle? Cuando fluye sin obstáculos, lo consideramos hermoso, su paso sereno. Pero cuando el río se enfrenta a una roca enorme, no se detiene. Tampoco olvida lo que ha perdido en su camino. Simplemente cambia, se adapta, crea nuevas corrientes, más profundas, más fuertes. Así es el alma humana. No está hecha para permanecer intacta; está diseñada para moldearse con cada pérdida, con cada encuentro.

Ryota, confundido, frunció el ceño.

—¿Acaso me estás diciendo que debo simplemente seguir adelante como si nada hubiera pasado?

Akira sonrió levemente, pero su mirada se volvió intensa.

—No, Ryota. No es el seguir adelante lo que importa, es el cómo te permites ser transformado. La muerte de tu hija no es una pérdida en el sentido que conoces; es una puerta hacia la parte más profunda de ti mismo, un pasaje hacia el misterio que habita en el alma. Ella no se ha ido, Ryota. No en el sentido de desaparecer, sino que ahora está entretejida en el mismo tejido de tu ser, como el río que fluye a través de las piedras. Si solo ves la muerte como el fin de algo querido, no verás el regalo oculto que trae consigo. Porque la vida y la muerte son lo mismo: ambas son ríos que fluyen hacia el océano del infinito.

Ryota tembló ante la magnitud de las palabras de Akira.

—Pero, maestro, mi hija ya no está aquí. No puedo verla, no puedo hablar con ella. ¿Cómo puede seguir viva dentro de mí?

Akira se levantó y lo llevó a una cueva cercana. Dentro de la cueva, había un espejo cubierto de polvo. Akira lo limpió con sus manos, revelando su reflejo.

—Observa este espejo, Ryota. Antes del polvo, el reflejo era claro. Ahora que lo he limpiado, vuelves a verte con nitidez. La muerte de tu hija es como el polvo en el espejo de tu alma. Su ausencia no significa que ella ya no esté; significa que tu mirada está cubierta de dolor, de duelo. Limpia tu espejo, Ryota, no para olvidar, sino para ver con claridad lo que siempre ha estado allí. Tu hija, en su forma terrenal, ya no está, pero su esencia, su espíritu, su amor, se han convertido en parte de lo que eres. No desaparecen; se transforman en las fibras que ahora sostienen tu vida.

Ryota miró el espejo, pero esta vez no se vio solo a sí mismo. En sus ojos cansados, vio destellos de su hija: su sonrisa, su risa, las promesas no dichas. Estaba allí, entrelazada con él, como si siempre hubiera sido parte de su alma, más allá de lo físico.

—Pero maestro —dijo Ryota con voz temblorosa—, ¿cómo vivir sabiendo que nunca volveré a abrazarla?

Akira lo llevó hacia la salida de la cueva, señalando el vasto cielo estrellado.

—¿Ves esas estrellas, Ryota? Algunas de ellas murieron hace miles de años, y sin embargo, su luz sigue llegando a nosotros. El abrazo de tu hija es como esa luz. Aunque su forma física ya no esté, su amor, su esencia, sigue abrazándote, pero lo hace en otra dimensión de tu ser. No la busques en lo que fue; busca su abrazo en lo que es ahora, en lo que habita en tu interior. Ella no ha dejado de brillar, pero ahora debes aprender a ver con los ojos del alma.

Ryota cayó de rodillas, con el corazón abierto y las lágrimas fluyendo libremente por primera vez. En ese momento, comprendió que la muerte no había sido un final, sino una transformación. Su hija no se había ido; simplemente había cambiado de lugar, de forma. Su luz seguía presente, no en la materia, sino en el espíritu que vivía en él.

Akira se acercó, poniendo una mano en su hombro, y le susurró:

—La verdadera muerte es el olvido. Pero el amor que se lleva en el alma jamás se olvida, jamás desaparece. Y así como las estrellas siguen brillando mucho después de haber muerto, aquellos a quienes amamos siguen iluminando nuestro camino, siempre.

Ryota, lleno de un nuevo entendimiento, se levantó. Ya no sentía el vacío, sino una conexión profunda, más allá de lo terrenal. Y con ese entendimiento, comenzó a caminar de nuevo, sabiendo que la muerte no es el fin, sino una expansión de la vida en la eternidad.

Y así, el hombre que había perdido lo más querido, aprendió que no había perdido nada. Solo había ganado una nueva forma de ver, una nueva forma de vivir, más profunda, más luminosa, más eterna.

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