Había una vez un joven empresario, abrumado por las demandas de su trabajo y ansioso por alcanzar el éxito en su organización. Buscaba respuestas urgentes y soluciones definitivas a los problemas que enfrentaba día a día: la presión por innovar, las demandas de sus empleados, los cambios constantes en el mercado, la desmotivación de los equipos, las metas parecían inalcanzables y las decisiones que debía tomar lo llenaban de incertidumbre.
Un día, escuchó hablar de un maestro zen que vivía en las montañas, famoso por su sabiduría para guiar a quienes enfrentaban dilemas complejos.
Decidido a encontrar respuestas, el joven emprendió el largo viaje. Tras días de caminar, llegó al templo donde vivía el maestro. Fue recibido con una sonrisa serena y un tazón de té caliente.
“Maestro”, comenzó el joven, “mi empresa está en crisis y sumida en el desorden. Mis problemas son demasiados, la competencia es feroz, mis equipos no están alineados, las metas parecen imposibles, mis decisiones que tomo parecen desmoronarse, me siento esclavo de un directorio implacable. Vivo una horrible soledad que me murmura: “no eres capaz, no puedes lograrlo, estás solo”…
¿Cuál es el secreto para liderar con éxito?, ¿Cómo puedo encontrar el camino correcto?”.
El maestro le miró con calma y, después de un largo silencio, dijo: “Primeramente, detente en tu camino y obsérvate, te propongo que quites urgentemente el “MI” a tu análisis. Observa, no es “mi” empresa, no son “mis” equipos, no son “mis” problemas… agrega un sentido comunitario a tu liderazgo. Ahora, vamos al camino, y veamos el camino del líder”.
Caminando juntos, llegaron a un sendero que serpenteaba a través del bosque. El maestro señaló una roca enorme en medio del camino y dijo: “Imagina que este es tu obstáculo. ¿Cómo lo superarías?”
El joven, confundido, respondió: “Buscaría la manera de moverla o, si no es posible, buscaría otro camino”.
El maestro sonrió: “Eso es lo que hacen muchos líderes. Ven el obstáculo y solo piensan en eliminarlo o evadirlo. Pero observa…”. El maestro se agachó, miró la roca detenidamente y, con un pequeño palo, retiró una piedra mucho más pequeña que estaba debajo. La gran roca, con un leve empujón, rodó por el lado del camino.
“Lo que debes aprender”, continuó el maestro, “es que los grandes obstáculos en una empresa no siempre se resuelven con grandes soluciones. A veces, es una pequeña piedra lo que impide el gran avance, un problema oculto, una queja no expresada, una rabia acumulada, una práctica anquilosada, nunca criticada y que se vuelve una parálisis, agarrotamiento, atrofia y entumecimiento organizacional. Tu silente tarea es encontrar esa pequeña piedra, y así, el gran problema empezará a desaparecer”.
El joven ejecutivo asintió, comprendiendo que el camino del liderazgo no se trataba solo de tomar decisiones grandiosas o revolucionarias, sino de observar, comprender los detalles y tener la paciencia de resolver los problemas de raíz.
Después de una pausa, el maestro agregó: “Liderar no es empujar ni huir de los desafíos. Es aprender a observar con atención, comprender profundamente las situaciones y, con un pequeño gesto o acto, permitir que el camino se despeje”.
Con una nueva perspectiva, el joven recogía cada enseñanza con humildad. Esta vez, concluía que en lugar de apresurarse a buscar soluciones teóricas inmediatas, tendría que observar detenidamente la realidad, escuchar al equipo, buscar juntos esas “pequeñas piedras” que frenaban el avance, y con paciencia comunitaria, descubrir el camino hacia el éxito, que ya comenzaba a despejarse.
El día ya llegaba a su término, el maestro le invitó a quedarse a dormir en el monasterio.
Al otro día, luego de un desayuno en silencio, el maestro le dijo: “Antes que te vayas de regreso a tu trabajo, te invito, si lo quieres, a volver al camino y a lo mejor podremos descubrir otra enseñanza que responda en parte a tus inquietudes”.
Por cierto, dijo el ejecutivo, lo necesito.
Caminando entre bosques milenarios, llegaron a un pequeño arroyo. Sin decir una palabra, el maestro le invitó a sentarse en su orilla, luego recogió una roca y la lanzó al agua. La corriente seguía fluyendo sin interrupción, pese a la roca, rodeando la roca, adaptándose a su presencia, y continuando su curso hacia el horizonte.
El joven, confundido, preguntó: "¿Qué tiene que ver esto con mi empresa?"
El maestro sonrió. "El arroyo es como la organización, siempre en movimiento. Las rocas son los problemas que enfrentas. Si intentas luchar contra cada roca, te quedarás atrapado. Pero si aprendes a fluir como el agua, rodeando los obstáculos y adaptándote a ellos, seguirás avanzando y cumpliendo un decreto universal: no luches, asume y ¡resuelve ya!"
Otra cosa importante”, continuó el maestro, “deja de hablar de conflictos, cámbialo por desafíos, verás como tu cerebro lo asume de forma distinta”.
El joven reflexionó sobre esta enseñanza. "Pero, ¿cómo puedo ser como el agua en el caos del mercado y las demandas de la empresa?"
El maestro tomó una hoja seca del suelo y la soltó sobre el arroyo. "La hoja no tiene control sobre la corriente del agua. Sin embargo, flota y sigue el flujo. Para liderar, no necesitas controlar todo. Necesitas aprender a dejar ir, a soltar los hilos del poder centralista, a delegar, a confiar en tus co-laboradores y en la sabiduría que puede surgir del caos y sus desafíos."
El joven sintió que el peso de su ansiedad comenzaba a disiparse. "Pero, ¿cómo sabré si estoy tomando las decisiones correctas?"
El maestro señaló una roca sumergida en el agua. "La roca no se mueve, pero el agua sigue fluyendo. Un líder sabio sabe cuándo ser firme como la roca y cuándo ser flexible como el agua. Las decisiones correctas surgen cuando encuentras ese equilibrio."
De regreso en su empresa, el joven empresario dejó de intentar controlar cada detalle. Comenzó a confiar más en su equipo, permitió que las ideas fluyeran y, cuando los desafíos (ex conflictos) surgían, los asumía (ya no los “enfrentaba” batallando contra ellos) con calma y adaptabilidad. Con el tiempo, su organización prosperó, no porque él la hubiera dominado, sino porque había aprendido a liderar con sabiduría, fluidez y sentido comunitario.
Aprendió que el liderazgo no consiste en superar grandes obstáculos con soluciones heroicas, sino en encontrar las pequeñas causas (la piedra pequeña) detrás de los grandes problemas y abordarlas con atención y paciencia. Como en el zen, el liderazgo se basa en la observación cuidadosa y la acción precisa.
Concluyó que el camino del líder no se logra controlando cada aspecto de la organización, sino es la búsqueda por aprender a adaptarse, delegar y fluir como el agua. Las decisiones sabias emergen del equilibrio entre firmeza y flexibilidad, entre planificación y caos.