Juntar Fe y Razón en una misma proposición puede parecerle a algunos una contradictio in terminis. Y es cierto que estamos hablando de dos universos distintos. Como diría Wittgenstein, se trata de dos juegos de lenguaje distintos. Sin embargo si seguimos la lógica de Wittgenstein, al tratarse justamente de un juego en el que las piezas pueden ser colocadas en un lugar o en otro según el significado otorgado por el uso que se hace de ellas y el contexto en el que se insertan, podríamos llegar a la conclusión que puede existir algún “aire de familia” entre ambos términos y sus propios universos. Aunque Fe y Razón nos remiten a dos áreas distintas, el hecho que ambas formen parte del universo del ser humano hace que podamos establecer vínculos entre ellas. Más allá de la legitimidad de la Fe que pueda ser puesta en cuestión por un racionalismo a ultranza, al ubicarnos en el orden de la constatación, la Fe tiene su lugar bien ganado. Así ha sido reconocido a lo largo de la historia de la civilización occidental, sobre todo en la tradición cristiana.
Desde los inicios del cristianismo Fe y Razón han sido puestas la una al lado de la otra, tratando de establecer entre ellas un buen maridaje como nos lo muestra el inicio del Evangelio de Juan: “En el principio era la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios”. El autor del texto utiliza la palabra griega Logos, que significa Palabra o Discurso, y que también se refiere al ejercicio de la Razón que está ligado justamente al uso del lenguaje. Las dos tradiciones, la filosofía griega y la religión hebrea, unidas en el primer versículo del cuarto Evangelio. Este esfuerzo será una constante en la tradición cristiana. La Razón no tiene por qué estar peleada con la Fe. Al contrario, pueden ser entendidas en complementariedad.
Así lo entendió el autor de la primera carta de Pedro cuando señala lo siguiente: “Siempre ten tu respuesta lista para quienes te pregunten por las razones de tu esperanza, pero bríndala con cortesía y respeto y con una consciencia clara”. Este es el axioma que fundamenta lo que antes se conocía como Apologética, pero que en los tiempos modernos se denomina Teología Fundamental, aquella que busca justamente establecer el diálogo entre Fe y Razón como fundamentos de la Teología. Justamente hablar de teología es hablar de la conjunción de ambos términos, conjunción que no siempre es fácil de entender ni de llevar a cabo, conjunción que en muchas ocasiones es más bien un ejercicio dialéctico, sano ejercicio de cuestionamiento mutuo entre Fe y Razón.
Como dice Etienne Gilson, en la cultura occidental cada capítulo empieza con los griegos. Son ellos los primeros en establecer la diferencia entre mito y razón. Los denominados presocráticos buscaron entender el origen de la naturaleza sin recurrir a los mitos. Y aunque Tales de Mileto señalaba, según Aristóteles, que “todo estaba lleno de dioses”, su razonamiento no estaba guiado por la mitología que reinaba en la religión griega, sino guiado por la razón. El Bien de Platón no es un dios. Los dioses estaban presentes en el pensamiento de Platón, pero estaban por debajo de la Idea del Bien, que es la que gobierna el sistema filosófico platónico. Religión y Filosofía estaban separadas.
La Razón, el Logos, se convierte así en el centro del pensamiento griego. El principio de no contradicción enunciado por Aristóteles en su libro la Metafísica se convierte en el principio que domina la filosofía occidental. Los dioses que todavía pululan en los diálogos platónicos, serán erradicados por el Primer Motor de Aristóteles, el Pensamiento que se piensa a sí mismo, y que tiene rango de Dios. Sin embargo, todavía estamos lejos del Dios cristiano, el Dios al que se puede acceder por la Fe y por la Razón, como lo establecerá siglos más tarde Tomás de Aquino.
El Doctor Angélico es quien probablemente más se esforzó en establecer el vínculo entre Fe y Razón. Pero Tomás es heredero de una larga tradición. No solo los textos del Evangelio que hemos citado nos muestran este esfuerzo. Los Padres de la Iglesia, los primeros teólogos durante los primeros siglos del cristianismo, son los pioneros de esta tarea. En un mundo dominado por el pensamiento helénico, ellos se encargaron de traducir su fe en un lenguaje comprensible para sus contemporáneos. Fue así como se elaboraron los dogmas trinitario y cristológico, en un esfuerzo por expresar aquello en lo que se creía, la fe en Jesucristo y en un Dios uno y trino, en un lenguaje cargado de sentidos y significados de corte filosófico.
El Papa Benedicto XVI ha sido claro al respecto en las diversas intervenciones que ha tenido, incluido su famoso discurso en Ratisbona. El cristianismo es heredero de esta conjunción de fe bíblica y razón griega. Cómo no establecer una relación entre el nombre que Dios le da a conocer a Moisés: “Yo soy el que soy” con la reflexión filosófica elaborada por los griegos sobre el “Ser”. Cómo no entender entonces a Jesús como el Logos, por el que el mundo ha sido creado. Fe y Razón de la mano. Y como lo señala el magisterio en el Concilio Vaticano II, Dios nos es accesible también por la razón.
La historia es larga y hemos dado apenas un esbozo de este complejo tema. Cómo podemos entender hoy este diálogo entre Fe y Razón después del paso de la modernidad, una modernidad que establece claras diferencias, una modernidad heredera del giro copernicano de Kant, que deja a la Fe fuera del acceso de la Razón. Y que más allá de las propuestas de Hegel de tratar de tener una mirada más integrada de ambos espacios, no ha dejado de mirar con sospecha a la Fe. La Razón se erigió en divina por derecho propio, alejada de toda concepción religiosa. El Logos fue puesto en el centro del mundo, pero exento de connotaciones de fe.
Sin embargo, aunque somos herederos de esta modernidad, somos también conscientes de los límites de la Razón, no solo en términos kantianos, sino en términos más concretos como nos lo mostró la segunda guerra mundial, que esa misma Razón erigida en reina del pensamiento occidental, fue llevada a cometer excesos, abusos o incluso nos atreveríamos a decir con el riesgo de caer en la contradicción, irracionalidades tales como la Shoa, el exterminio de los judíos.
La Razón entonces puede ser comprendida hoy de una manera mucho más amplia, de una manera más integrada. La fenomenología ha aportado mucho en ese sentido, por ejemplo el trabajo elaborado por Merleau-Ponty sobre la percepción y el lugar del cuerpo. La Razón no puede ser comprendida solamente como un ejercicio del intelecto, sino como un ejercicio del intelecto comprendido en su integración con el cuerpo y la sensibilidad del ser humano. Hoy en día la razón se ve confrontada a las racionalidades distintas de las diversas culturas.
La Razón tiene un lugar importante en el acceso a Dios. Eso no lo podemos negar. Pero tampoco podemos negar que hay aspectos de la Fe, de la doctrina cristiana, de los misterios de la fe cristiana, que no son comprensibles por la Razón, sobre los que no hay una explicación lógica. Dios mismo, aunque los filósofos hayan tratado de entenderlo y de ubicarlo como el origen del mundo gobernado por las leyes de la ciencia, se escapa de toda comprensión. Dios siempre se mantiene como misterio. La Razón nos puede ayudar a entenderlo. Pero necesitamos de la Fe para creer en El. De la misma manera el ser humano necesita de algo más que la razón para dar cuenta del sentido de su existencia.
AUTOR: Víctor Hugo Miranda S.J.