El Ecos de la Existencia




En una pequeña aldea, un anciano sabio llamado Eudoro pasaba sus días contemplando el mundo. Un día, un joven curioso se le acercó y le preguntó: “Maestro, ¿cuál es el propósito de la vida?”.
Eudoro, con una sonrisa, respondió: “El propósito de la vida es la felicidad, pero no cualquier felicidad, sino aquella que surge del acto de vivir con virtud”.
El joven, intrigado, inquirió: “¿Y qué es vivir con virtud?”.

El anciano señaló un árbol en la distancia, lleno de frutos jugosos. “Mira ese árbol. Su propósito es dar frutos, pero no todos los frutos son iguales. Algunos alimentan, otros caen antes de madurar, y otros nunca crecen. La virtud es como cuidar del árbol; es el arte de encontrar el justo medio entre el exceso y la carencia. Solo así, los frutos de la vida serán plenos”.

El joven se quedó en silencio, contemplando el árbol, y comprendió que el verdadero desafío no era solo vivir, sino hacerlo bien, cultivando la virtud en cada acción.

Con el tiempo, el joven se convirtió en un hombre sabio, y cuando los demás acudían a él con la misma pregunta, les contaba la historia de un anciano que encontró en la virtud la respuesta al propósito de la vida. Y así, la pregunta de Aristóteles, resonó a través del tiempo, como un eco que guió a aquellos que buscaban la verdadera felicidad.

Autor: W. Elphick D.

La Sombra y la Luz. La caverna de Platón en un cuento ZEN




En un lejano reino, había una cueva oscura donde vivían tres hermanos. Nunca habían salido de la cueva, y lo único que conocían eran las sombras que danzaban en las paredes, proyectadas por la luz de una pequeña fogata. Los hermanos pasaban los días discutiendo sobre las sombras, convencidos de que eran la única realidad.

Un día, el más joven de los hermanos, llamado Arion, se atrevió a hacer una pregunta que había rondado en su mente: "¿Qué hay más allá de las sombras?"

Sus hermanos se rieron, diciendo que las sombras eran todo lo que existía y que no tenía sentido pensar en otra cosa. Pero Arion no podía dejar de preguntarse si había algo más. Así que, decidido, comenzó a explorar la cueva y, después de mucho caminar, encontró una salida.

Cuando Arion emergió al mundo exterior, quedó deslumbrado por la luz del sol y asombrado por lo que vio: un mundo lleno de colores, formas y vida que no podía haberse imaginado en la cueva. Entendió que las sombras no eran la verdadera realidad, sino solo una pálida representación de lo que existía fuera de la cueva.

Arion regresó a la cueva para contar a sus hermanos sobre el maravilloso mundo que había descubierto. Pero cuando les habló de la luz y los colores, ellos no le creyeron. Se aferraron a sus sombras, incapaces de imaginar un mundo más allá de lo que siempre habían conocido.

A pesar de su incredulidad, Arion decidió quedarse con sus hermanos, con la esperanza de que algún día también se atrevieran a salir de la cueva y ver el mundo por sí mismos.

Y así, Arion comprendió la gran pregunta de Platón: ¿Qué es real y qué es solo una sombra de lo que podría ser?

La Semilla del Ser. Un cuento Zen




Había una vez un pequeño pueblo rodeado de montañas, donde vivía una niña llamada Sofía. Un día, mientras jugaba en el jardín, encontró una semilla brillante enterrada en la tierra. Curiosa, corrió a preguntarle a su abuelo, quien era conocido por su sabiduría: "Abuelo, ¿qué pasará si planto esta semilla?"

El abuelo, con una sonrisa en los labios, le respondió: "Esa es una gran pregunta, Sofía. Lo que pasará depende de ti. Pero dime, ¿quién quieres que sea esa semilla?"

Sofía, sorprendida, preguntó: "¿Cómo puede ser algo diferente de lo que ya es?"

El abuelo se agachó junto a ella y dijo: 
"Esta semilla puede convertirse en cualquier cosa, pero su verdadero ser depende de cómo la cuides. Si le das amor, agua y luz, se convertirá en un árbol fuerte y bello. 
Si la descuidas, puede no crecer en absoluto. 
La semilla es como tú, Sofía. Tienes dentro de ti la posibilidad de ser muchas cosas, pero lo que serás depende de las elecciones que hagas cada día".

Sofía asintió y plantó la semilla con cuidado. A partir de ese día, la regó, la protegió y, con el tiempo, vio cómo se transformaba en un majestuoso árbol.

Con cada nueva hoja y rama, Sofía comprendió que, como la semilla, todos llevamos dentro el potencial para ser lo mejor de nosotros mismos, y que ese "ser" se construye con cada acto de amor y dedicación.

El Cielo en un Charco. Un cuento Zen

En un tranquilo pueblo al pie de las montañas, vivía un pequeño monje llamado Kaito. Cada día, Kaito se despertaba antes del amanecer para ayudar en el templo y aprender de su maestro, el viejo monje Ryo.


Una mañana, después de una fuerte lluvia, Kaito caminaba por el jardín del templo cuando vio un charco de agua cristalina. Se detuvo, maravillado, al ver el cielo reflejado en el charco. Podía ver las nubes flotando y los colores del amanecer danzando en el agua. Emocionado, corrió hacia el maestro Ryo y le dijo: "¡Maestro, he atrapado el cielo en un charco!"

El maestro Ryo, con una sonrisa tranquila, lo acompañó al jardín y miró el charco. "¿De verdad crees que has atrapado el cielo, Kaito?" preguntó.

Kaito se detuvo a pensar. Miró el charco de nuevo, y se dio cuenta de que, si bien veía el cielo, este seguía estando muy arriba. “No, maestro,” respondió con cierta confusión. “El cielo sigue ahí arriba, pero lo veo aquí abajo también. ¿Cómo puede ser eso?”

El maestro Ryo se agachó junto a Kaito y dijo: "Así es la mente, pequeño Kaito. Como el charco, refleja el mundo a su alrededor, pero el reflejo no es el mundo mismo. Lo que ves aquí es solo una parte de lo que realmente es, pero no debes confundir el reflejo con la realidad."

Kaito miró el charco una vez más, y luego al cielo. Comprendió que aunque el charco reflejaba la belleza del cielo, no podía contenerlo. El cielo era inmenso, libre y siempre cambiante, mientras que el charco solo mostraba una pequeña parte.

Desde ese día, Kaito entendió que lo que veía y pensaba era solo una pequeña parte de un todo mucho mayor. Aprendió a no aferrarse a las apariencias y a recordar que la verdadera naturaleza de las cosas era mucho más vasta y profunda.

Y así, cada vez que Kaito encontraba un charco, sonreía al ver el cielo reflejado, sabiendo que aunque podía verlo, el cielo era libre y mucho más grande de lo que podía imaginar.

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