Con el COVID 19 y su destrozadora pandemia hemos terminado viviendo un
duro exilio. Estamos experimentando el camino covidálgico del inmigrante, esa
nostalgia por retornar a la vida que antes teníamos con otros.
Vivimos la melancolía del inmigrante que añora la casa que antes de
este caos tenía. Sueña con volver a tener certezas de un mañana ¿tendré
trabajo? ¿Podré construir lo que he estado planificando? ¿Terminaré el año en
este empleo? ¿Hasta cuándo seguiremos en estados de excepción? ¿La vacuna será
lo que se espera?
El encierro nos ha creado esta “Covidalgia”, ese deseo que los griegos
expresaban como el regreso, esa urgencia de volver a “casa”, al lugar y
condiciones de lo vivido gratamente, a la “casa” como lugar de crecimiento y
florecimiento.
La “Covidalgia” es un anhelo profundo, una sed emocional por experimentar
la libertad de movimiento, por caminar sin temores, por volver a ver a
personas, percibir olores, visitar lugares o revivir situaciones que nos
hicieron felices en el pasado y que dan un radical significado a nuestra vida.
El encierro y la distancia social nos han traído síntomas físicos y
psicológicos que hemos vivido en soledad, como el insomnio, el miedo, las
pesadillas, taquicardias, llantos sorpresivos, inestabilidad emocional, enojo,
rabia, impotencia, mayor consumo de alcohol y tranquilizantes.
Todo ello, porque hemos visto nuestras libertades restringidas, y hemos
sido desterrados de nuestras plazas, cines, iglesias, casas de amigos. Vivimos
esa tristeza perturbadora del pensamiento, del ánimo y del actuar de aquellos
que desean regresar a “casa”, a esos lugares comunes que habitábamos y que hoy
gritan una ausencia indomable. Tiene que ver con la lejanía, con el
alejamiento, el destierro, con la pérdida, la soledad y la añoranza de la mesa
grande, la fiesta, los besos y abrazos.