Jesucristo ocupa un ejercicio
en su predicación y acción:
Asciende y desciende.
Desciende cada vez que asume nuestra ambivalencia
aquella realidad de pecado y limitación personal.
Se acerca a nuestra indigencia, nos acoge en esa realidad,
No cuestiona ni sanciona, acoge, como hombre a los hombres.
Desciende cada vez que se acerca a una persona
a las mayores profundidades de su dolor y sufrimiento,
no pasa, sino que se impacta, pide soluciones,
como por ejemplo ante la multitud hambrienta: ¡Denles de comer!
Pero no le bastan las palabras… multiplica los panes.
Jesús desciende al fondo del dolor:
llora frente a la tumba de su amigo Lázaro,
se siente abandonado en la cruz…
Jesús desciende hasta el desgaste emocional:
se afecta con la podredumbre del negocio de la fe
y expulsa a golpes a los comerciantes del templo.
Jesús desciende al extremo al punto que sus seguidores concluyen:
«Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6, 60).
Jesús se “anonada”, se hace nada, se hace niño, crucificado, muerto.
Pero también asciende y con él nos asciende.
El sermón de la montaña es un nuevo trato, la nueva Torá, la nueva ley.
Nos eleva a la comunión con Dios mismo,
ya no podrán las injusticias, ni el dolor, ni las lágrimas
acortar esta relación con un Dios que se hace Papá, que se hace amor.
Al ascender con Jesús, nuestra dignidad de hijos de Dios queda comprada.
Jesús la paga con su entrega y sus promesas, es nuestro aval.
¿Será por eso que Lucas dice?
“LEVANTANDO los ojos hacia sus discípulos, les dijo”. (Lc 6,20).
Podría haber dicho “bajando los ojos…”, sin embargo Jesús nos levanta,
nos abre a una dignidad de mayor ALTITUD.
El mismo que descendió hasta el fondo del dolor y la angustia,
compartiendo nuestra miseria y angustia humana,
el mismo hoy nos asciende a la montaña de las bienaventuranzas,
a la vida nueva y definitiva que surge del Amor generoso de Dios.
w. elphick d.