sábado, 15 de noviembre de 2008

El Idioma como medio de humanización.


EL IDIOMA NO ES CREACION EXCLUSIVA DEL SER HUMANO.

 

Muchos definen el idioma como “Lengua de un pueblo o nación, o común a varios”, pero esto es una descripción restrictiva del idioma.

Hoy el idioma es más que una lengua, es una  forma de comunicación que puede ser verbal, escrita o gestual que  tipifica a un país, un grupo, una comunidad.

 

Los animales también códigos idiomáticos, formas comunicacionales  entre ellos y hacia sus dueños, mediante señales visuales, acústicas y olfativas que les permiten relacionarse con su entorno.

 

HABLAMOS, ¿PERO NOS COMUNICAMOS?

 

Y nosotros, animales parlantes,  autonominados creadores del idioma, somos talvez quienes más dramáticamente se comunican, quienes experimentan las mayores soledades, en un mundo en que los hablantes imperan.

Hablamos, pero nos comunicamos poco. Somos como sere

s llevados por la incomunicación y la desesperación de temer perder sus espacios y los defendemos con gesticulaciones, con gritos, con espantos.

El idioma pone en acto nuestros grados de inteligencia, nos abre a la riqueza linguística que comunica, que vincula, que relaciona humanamente.

 

UNA EXPERIENCIA DEL IDIOMA DE LA GRAN CIUDAD.

 

Medio dormido, no por la comodidad, sino por lo avanzado de la noche, viajaba en esta vieja  y quejumbrosa micro. Cada frenada era un atentado contra mi espalada y mi frente, a pesar de que llevaba mis manos cual garras cogidas del fierrro oxidado del asiento delantero.

En ese remolino de velocidad y ruido, medio soñaba, medio  pensaba en el hombre prehistórico, antes de la existencia del idioma común, antes de crear la  lengua de un pueblo o nación que fuese común a varios, ese modo particular de hablar de algunos o en algunas ocasiones.

Entre salto y salto mis pensamientos volaban, imaginaba al hombre primitivo, saltando en medio de la tribu, colocando entre espasmos y aullidos un rostro homínido que buscaba expresar pánico para que la tribu corriera a protegerse del peligro inminente. Claro, eran imágenes de la guerra del fuego, la lucha de nuestros héroes predecesores por sobrevivir en un medio hostil. Este chofer tenía mucho de hombre prehistórico, le bastaban algunos gestos y un rudimentario lenguaje para comunicar su prepotencia, y así poder sobrevivir en este difícil medio santiaguino.

Una brusca frenada detuvo mis pensamientos, y gracias a un estado de vigilia, pude afirmarme del asiento para no golpearme contra los viejos y rallados fierros de esta micro. Al momento llegue al paradero 22 y medio, allí me esperaban una cuántas cuadras que tenía que recorrer a pie.

Las oscuras esquinas se  abrían ante mi en forma de un camino silencioso y lleno de formas y ecos luminosos.

La soledad de aquella larga calle  me hacía sentir un señor de la noche, dueño de todos los metros cuadrados que me rodeaban. De alguna forma esa noche se transformaba para mi, en la selva de mis sueños, oscuro laberinto abierto a las sorpresas.

Era la ciudad de luto que callando me llenaba de voces interiores, era la selva que al acogerme por sus rutas me hacía sentir pequeño, indefenso ser buscando cobijo, abriéndose nerviosamente paso hacia la mesa, el pan y el abrazo que le esperaban.

Pasaba a tranco rápido por esas oscuras esquinas, llevaba un paso temeroso, alquitranado por el peso de la incertidumbre, cada sombra podría ser una mano, una garra, un palo que buscaba mi rostro, mi pecho, mi brazo para darle caza y morderlo.

Iba rápido, como viento del sur,  demostrando la seguridad que no tenía. No quería encontrarme con uno de los orangutanes que acostumbran a trabajar de noche, robándonos todo el trabajo de nuestro día.

Al igual que los saltos del hombre primitivo, mis pasos estaban aprendiendo el lenguaje del temor, temor al zarpazo oculto y bramador de las mentes de los hombres que un día soltaron sus naves las amarras de la cordura y se internaron por mares de violencia, temor a la descarga mortal que se esconde en los matorrales y que cada cierto tiempo nos golpea, nos derriba del lugar en que estábamos.

Aquella noche tomé conciencia de que la ciudad me estaba enseñando un idioma nuevo, era el arte de sobrevivir en la ciudad del tango, aquella que asegura que “el mundo fue y será una porquería siempre así, en el 510 y en el 2.000 también”...

 

Llegué a la casa empapado de sudor y lleno de impotencia, esta se me había subido desde el piso de la ciudad, abrazó mi espalda para quedarse allí quieta pero ardiente, silente pero llena de las miradas de todos los rechazados y desadaptados de este orden de violencia y raíz selvática que nos ha ido envolviendo y adormeciendo al punto que recibimos como “normal” las mayores anormalidades.

 

PODEMOS LEVANTAR OTRA CIUDAD.

 

No podemos vivir en el miedo. No es vida humana crecer en medio de la desconfianza, la ansiedad, las oscuras reacciones que puede venir del otro.

Así como el lenguaje es un conjunto de sonidos articulados con que el hombre manifiesta lo que piensa o siente, y por su medio va formando sistema de comunicación y expresión verbal propio de un grupo humano, así también hemos ido articulando una serie de hábitos, percepciones, conductas sociales que nos arrancan brutalmente del eje humanizador y nos lanzan a la prostitución de la humanidad que es común a todos.

En cada ciudad  hemos ido creando sistemas que reproducen el idioma de la agresividad, de la tensión, de la rapidez, de la urgencia, de la locura.

Pese a todo, pese a las altas rejas que hemos levantado, pese a los barrotes, pese a las alambradas y alarmas, estamos llamados a vivir en comunión, a crear una nueva ciudad: de la acogida, de la confianza, del encuentro, de la plaza comunitaria… que ya no nos reúne… las nuevas plazas que nos aglutinan son los canales de televisión, los diarios. Por ellos nos imponemos de lo que pasa en  nuestra ciudad… pero necesitamos en contacto persona a persona, creando comunidad.  ¿Será posible? No me cabe duda que es posible, claro que depende de la decisión de querer hacerlo.

La escuela vieja de la desconfianza, lo único que nos ha enseñado que el mejor amigo del hombre es el perro… que el mundo fue y será una porquería… podemos cambiar el tango.

EXILIADO EN LA GRAN CIUDAD... problemas idiomáticos

EXILIADO QUE NO ENTIENDE LOS CODIGOS IDIOMATICOS...



Desde hace unos diecisiete años estoy viviendo en esta gran metrópolis, poco a poco fui descubriendo que casi como el juego aquel de “la gran ciudad” , que de niño nos convertía en banqueros y corredores de propiedades.

Exist

en  en nuestra vida movimientos casi azarosos, vuelcos de suerte o de mala suerte. Depende donde te lleve el dado, allí caes y te corona la gloria o te sepulta la malidiscencia y la mala suerte.

Digo  que la vida es “casi” un juego de la gran ciudad,  pues no termino de reconocer  y admirarme que  ella sigue siendo más fuerte qu

e los simples saltos de la emergencia y  la casualidad.

El Profesor Bernardino siempre decía: No digas que “la vida es así”, es necesario diferenciar que “nosotros hacemos la vida así”, luego guardaba silencio, esperando que mi lerda lengua se despertara y negociara nuevas frases con la suya. Era un silencio  ancho como la  alameda que me empujaba a correr por ella, sólo que mis palabras dormitaban a pesar de que mi cerebro volaba en el ámbito de lo mágico de sus reflexiones.

En mi interior sus palabras hacía eco, pero sólo acusaba recibo de  la enseñanza con  un tímido asentimiento de  cabeza, esperando que nuevos mensajes se  abrieran ante mis neuronas juveniles.

Don Bernardino no se hacía de rogar, y al punto volvía  a cruzar sus piernas con suavidad y  acomodándose sobre el sillón me entregaba nuevas vetas ricas de enseñanza.  Toda persona ha nacido para ser feliz, sin embargo, ¿cómo explicas tanto dolor y sufrimiento? Todo surge del  recelo y del temor, esto termina detonando la  incomunicación entre hermanos, entre esposos, entre padres y sus hijos, entre las naciones y los pueblos.

La  incomunicación mató a mi hermano, dijo Don Bernardino,  reduciendo el tono de sus reflexiones como dejando que el dolor  de su recuerdo lo arrullara suavemente.

Ella  fue la causa y  no las balas de los militares. ¡No fueron las metralladoras las asesinas, sino la bala de la incomunicación, del autismo entre pares! Mi hermano fue un hombre amordazado por la violencia y que una vez muerto se transformó en signo parlante de lo que ocurre cuando violamos el sagrado canal de la comunicación. El otro, el asesino, fue un ciego-sordo-mudo que 

se cerró a la posibilidad de discrepancia!

 

Fue un problema de “diferencias idiomáticas”.

 

Esta gran metrópolis puede resultar un enorme e interminable juego, con saltos, con caídas, con pérdidas y ganancias. Recuerdo mi llegada a la capital, cargado de sueños y  de temores. Llegamos una tarde del inicio del otoño, fue como una experiencia de exilio, claro voluntario, pero exilio al fin. Dejamos los amigos de la ciudad provinciana, dejamos el trabajo, pero lo principal que dejamos era la ciudad. Al partir, partimos llorando, dejar esa ciudad de colinas suaves era cortar abruptamente un destete soñado, dejar sus soles cayendo en el mar era automarginarse del paraíso.

Pudo más el impulso por buscar nuevos aires, con mayores proyecciones. Era el sueño del joven que busca espacios y que se lanza a la aventura de lo desconocido por encontrar lo que cree que le falta.

 

La Universidad me abrió sus puertas, iniciaba estudios de post grados. Sería un “Magíster”, similar a los que por  esos años en mi ciudad sólo ejercían como Docentes de la Universidad.  Yo les miraba  en sus clases e imaginaba la posibilidad de llegar a aprender algo similar a lo que en sus diálogos entregan: seguridad, presencia educativa, calidad de enseñanza. Eran mis sueños locos  que como una piedra en bruto estaba allí esperando para ser cincelada y despertar a la vida.

La universidad acogía mis sueños y me invitaba a trabajar por ellos. La ciudad no fue tan generosa, ella no estaba dispuesta a dejarme pasar sin cobrarme el peaje.

Fueron tiempos duros, tiempos de “exilio”. Entraba a una ciudad con otras prácticas, con otros lenguajes.

Allí empecé a descubrir la dinámica de la mega ciudad, de boca grande y voz ronca, la ciudad ensordecedora. La ciudad de los brillos y  la competencia .

Los primeros meses fui un extranjero, no hablaba el idioma de esta ciudad.

Sabía  que sólo el ser humano posee una forma de comunicación codificada por la que ha logrado concretar un IDIOMA propio, según el grupo humano que lo conforma, pero NUNCA había experimentado este brutal “choque idiomático” en un país que por esos años parecía tan uniformado.

 

La experiencia de este choque, traspasaba las palabras, no era una cuestión de “traducción” de términos o frases. Era una cuestión de  VIDA, de costumbres, de formas de ser.

 

EN MEDIO DEL TRANSITO CAPITALINO.

¡Sube  luego, pus´pelao huevón!, fue el grito que me despertó de mi actitud provinciana. Era el grito del chofer de la micro, que como capitan de barco me  “solicitaba” apurar mi ingreso a su vehículo... claro, el “pelao huevón”, lo era porque esperaba que primero subiera una señora  de gordas bolsas.  Para culminar el cuadro, la dama de gordas bolsa, pasó por  mi  lado inconciente de mi gesto.

 

Eramos seres hablando en  actitudes idiomáticas distintas, no podríamos traducirnos sin  hacer un esfuerzo por descifrar lo que marcaba el acto de cada uno. ¿Que hizo esta ciudad de los gestos que naturalmente traía el niño? ¿En qué lugar se sepultó la credibilidad por el otro? ¿Por que ha primado el idioma de la fuerza, el grito, la bravura?

 

Estas actuando con la bravura del que ladra contra las sombras. El perro más bravo, tiene una dósis de temor, pues no sabe que le asecha en las sombras, y nuestras “bravuras” casi siempre son por temor frente a la posibilidad de que el otro me sorprenda con algo que no espero.

 

¿Qué te has creído, chofer de mierda?  

¿A quien crees que estás tratando? ¡No sabes con quien te metes! ¿Que les parece esta actitud de este horangután, Señor del acelerador y las carreras? estas y otras palabras  saltaron y levantaron gritos y pancartas en mi cabeza, pero no tuve la “bravura”  para gritárselas en la cara del chofer.

Sin embargo, me vi obligado tenía que tomar  su destarlada micro, llena de  adhesivos ridiculizantes y colorinches. Al subir, saqué mi peor mirada y  le acuchillé hasta el último pelo de su pequeña  y quizás hueca cabeza. 

Pasé y me senté derrotado, nadie se inmutó de lo ocurrido, nadie asomó una palabra de solidaridad. A los minutos  dormitaba entregado en las manos de este gritón e insultante chofer. Pero dentro de mi se despertaban y se incubaban procesos que traerían consecuencias para mi propia vida.

Silencié el acto y la palabra, pero soltaron su lengua los duendes del pensamiento y desarrollaron su discurso negro de maldiciones. Déjame más bien mudo que rodeado de lenguas de fuego que pulverizan mi espera, mis sueños, mis soledades.

 

 Fue mi primer  “crucero”  en la selva capitalina, el que me quedó dando vuelta por varios días dada esta extraña reacción de un tipo  con el cual nunca habíamos cruzado una palabra.

Racionalicé la situación, era necesario entender que en la dinámica de la ciudad existían variados “idiomas”, cuya propiedad no era sólo de los humanos.

En muchas ocasiones hablamos del “idioma” de los gestos y de las miradas entre las personas, pero también la naturaleza tiene su propio “idioma”.  Recordaba  el lenguaje de las hojas que caían en la alameda de mi ciudad serena ¿cuánta emoción transportaba esa simple hoja caída y contorsionada por la sequedad y el amarillo del otoño?  ¿Qué tremenda voz cogía el viento cuando nos abrazaba a la orilla del mar y se comunicaba con mi piel y mis  huesos? Es que la naturaleza tiene sus propias palabras que las comunica a quien desea escucharlas.

 

Mira, mis perros tienen sus propios idiomas.

La mona es loca para comunicarse. Tiene un sinnúmero de ladridos, algunos nerviosos y agudos como espina; otros graves y ostentosos como candados en guardia; también tiene los temerosos, tristes gemidos que llaman a la compasión.

El Lucas, esposo de la mona, es tan largo que con sus patas nos impide el paso. Es su idioma de acogida. Sus ladridos profundos y bravos son un modo de anunciarnos su protección,  rudimentario  idioma que con el tiempo, poco a poco hemos logrado conocer y descifrar.

En el campo se dice que el perro está “cargando” hacia la esquina del patio, cuando suelta su furia protectora ante la presencia de intrusos; el gemido lastimero cuando se ha enterrado una espina tiene otra connotación; el ladrido casi ahullido de soledad frente a la ausencia de sus amos; la exitación nerviosas por atrapar a un pajarillo que se le escapa; el ladrido juguetón cuando ve que la familia está llegando a la casa. Todos son segmentos de un “idioma” perruno que logra su objetivo: comunica sus sensaciones y su “lenguaje” logra ser descifrados por quienes le escuchan.

¿Y nosotros los humanos usamos siempre el idioma como puente o lo hemos convertido en una frontera?

EL IPIDIOPOMAPA O DE LA IMPORTANCIA DE LOS ASUNTOS “IDIOMATICOS


         LAS BARRERAS  GENERACIONALES DEL IDIOMA.



 

La casa era un verdadero mercado persa, lleno de ajetreos y preparativos.

Los mozos, especialmente contratados y vestidos para la ocasión hacían gala de amabilidad y educación, pero la tensión  delataba lo que significarían los hechos que todos esperábamos.

Todo invitaba a un ambiente de fiesta, las paredes se vestían de un blanco brillante y  olían a pintura nueva, las cortinas tenían las mismas de rositas coloridas, pero ahora se veían como  recién cortadas. Todos los invitados vestían  perfectos y pulcros trajes.

Era la fiesta de los 50 años de matrimonio de los abuelos.

En un rincón estaban poniendo recién la mesa que sería la nuestra: la del pellejo, lugar donde se sentarían los jovenzuelos, para permitirles vivir su propia dinámica.

Alrededor de ella nos empezamos a aglutinar cual  moscas revoloteando la presa. Primos y hermanos buscábamos  la silla y el acompañante. Era el juego de buscar un compañero de mesa simpático, pero sin decirlo abiertamente.

En esos suaves remolinos ubicatorios, Marcela empezó con la clave:

 

¡Epestapa sipillapa seperapa paparapa mipi!

...y fue el viento que soltó la palabra  ensemillada, al instante  Pablo  pegó un grito:

¡Yopo mepe quieperopo sepentapar junpuntopo apa Capamipilapa!

todos sonreímos, era un amorcito que se venía cocinando lentamente.

Papablopo sepentepemoposlopos apaquipi enpen lapa epesquipinapa!

Esta frase de Camila sacó aplausos, Pablo medio desentendido, se sonrojó levemente. Pero no era un tipo tímido, por lo que  astutamente logró  sacarse las miradas de encima con otra frase, mientras apuntaba al grupo de mujeres, que para variar se estaba juntando en un rinconcito:

¡Sipi, peperopo quepe nopo sepe siepentepen topodapas jupuntapas lapas mupujeperepes!

 

Solitaria, casi perdida en un mar  de flores,  miraba Paulina, observadora y  buena para analizar las situaciones como ella sóla, quizo también incorporarse al diálogo detectando un problema que se veía venir:  Paparepecepe quepe vapan apa fapaltapar alpalgupunapas sipillapas...

no quieperopo sepentaparmepe enpen lapa mepesapa depe lopos viepejopos.

 

Desde un rincón nos miraba la Tía Felipa, de las tías era la más joven y simpática, no entendía para nada nuestras jeringonzas, pero se sonreía de esta loca lengua juvenil, que todos hablábamos con rapidez y sin problema de entendimiento.

Me dí cuenta de su actitud y le cerré un ojo, ya le explicaría más tarde esta suerte de convención de extranjeros.

Al lado de ella , la tía María Eugenia, movía su cabeza toda de rubio encendido y claramente teñido. Eran sus gestos tan de reina que nos hacían sentir a todos sus vasallos, lo que diría que importa, eran las mismas ridiculeces de siempre. Era una vieja que aparentaba ser  experta en todo, criticona de las frases mal dichas, ácida en sus juicios y como guillotina para dar opiniones de otros, que no sean de sus hijos por cierto.

¿Qué te parece Felipa esta locura de nuestros sobrinos? ni ellos mismos se entienden. ¿Por qué lo hacen? Lo único que buscan es poner barreras y desconectarse de los adultos  - culminó la Tía María Eugenia, cual jueza de centro de madre pobre. Esta tía parecía la presidenta del grupo de los “viepejopos”,  tal vez eran sus afanes de profesora, que buscaba ejercer su docencia con todo el mundo o sus gestos de italiana mezclada con sangre aborigen que soñaban con pertenecer a la alta sociedad.

 

LAS BARRERAS  SOCIALES DEL IDIOMA.

 

Hoy, al recordar estos juegos idiomáticos en tiempos de juventud, me río nostálgicamente y claro,  le encuentro razón a la tía teñida. Nuestras frases complicadas eran una forma casi cortés de romper con el mundo adulto. Ellos nos obligaban a mantener “las  buenas costumbres” externas en el peinado, en el vestido, pero nos quedaba el recurso mente-lengua para cortar lazos y construir nuestra sociedad sazonada por este condimento de las palabras. Ellos allí no mandaban, ni podían criticar nuestros diálogos y “confabulaciones”.

Eran ingenuos diálogos, sin ninguna clave secreta más que agregar un pequeño esfuerzo en entender que a cada silaba le agregábamos otra, un adulto con un poquitito de esfuerzo podría haber entrado fácilmente en estos juegos de la lengua.

 

Hoy, ya siendo adulto cada día soy testigo de  enormes “brechas idiomáticas” que se han transformado en “trincheras idiomáticas”  existentes en nuestra ciudad. Vivimos tiempos difíciles, estamos separados en una inmensa gama de continentes extraños: en clases o grupos de acuerdo a los años que tengamos, al  dinero que cargamos,  a la idea política que adherimos,  a la postura filosófica que asumimos, a la ropa que vestimos, a los espacios recreativos que visitamos.

 

CADA CASTA CON SU IDIOMA.

 

Se habla mucho de las tribus urbanas, ¿pero las tribus laborales, políticas, adultas? ¿quién las menciona?

Cada cual habla y vive su propio idioma.

Así, nuestro  país, no es uno solo, es un conjunto de países, una variedad de tribus donde cada una vive con su onda propia. Cada grupo ha ayudado a construir socialmente  un continente cada vez más archipielágico, un conjunto de grupos-islas que se rozan, pero que no intervienen en acciones conjuntas.

La “Aldea Planetaria” sólo opera a nivel del TV cable y de la propaganda de los grandes medios de comunicación social, pero de aldea global nuestro mundo y este país tiene poco o nada.

 

El concepto de planetariedad debería ser consecuente con acciones comunes, con hitos similares, con esperanzas que muevan con igual energía a los corazones, con una mirada similar sobre la vida y la trascendencia. Sin embargo nos envuelve un archipiélago global, en donde la guerra de los idiomas y de las culturas se hace cada vez más patente y brutal, allí cada tribu en su isla trata de inyectar a la otra su lenguaje y sus costumbres.

Los idiomas del vértigo cotidiano...




 



CUANDO EL CAMINO HABLA (2º artículo de 21)

 

Hay días locos, este era uno de esos. Camino a casa… el infierno y la tensión de caminos por arreglar, de mujeres y hombres cansados tras doce horas de trabajo… yo uno más, pero agitado por llegar a una posta para que me vieran un dolor fuerte al pecho… no sea que no sea un dolor imaginario en un acto hipocondríaco…

 

Que largo era el taco aquella noche, una fila interminable de autos y de locura ciudadana. ¡bienvenido a la ciudad de los huevones! me dijo la voz interior, aquí la gracia es que vamos todos contra todos... concluyó.

 

Detrás mío un taxi no dejaba de hacerme pestañear  sus luces para apurar mi avance ... ¿por donde avanzar si vamos en esta columna de ovejas silentes? Insistía. Frené en seco, sobre mi asiento giré entero y lo quedé mirando por unos  segundos hacia atrás,  deseando trasuntar en mi rostro un fiera que no era mío.  El hombre avezado en estas lides ni se inmutó.

 

En cada esquina nos asaltaban choferes histéricos que deseaban incorporarse a esta procesión de locura. Allí, entre detenciones y breves avances, la temperatura de autos  y conductores subía rápidamente,  en la misma medida  mi dolor aumentaba y la presión del pecho empezaba a transformarse en dolor punzante.

 

Tal fue mi desesperación que en una nueva y larga detención tomé el  celular y llamé al 133 ¡Carabineros de Chile, buenas noches!

- me contestó en seco una voz metálica-

 Buenas noches Señor, le  contesté y enseguida solté el volcán interior que me encendía:

¡Señor, no se han enterado que toda Vicuña Mackenna es en este momento UN INFIERNO. No les han llamado para comunicarles que esto es una selva brutal donde vence quien tiene la carrocería más grande!

Sí Señor, ya hemos enviado un móvil para allá - fue la metálica respuesta.

¿Y me podría decir donde está su móvil, pues llevo cuadras y cuadras y aún no veo ni un sólo carabinero?  -agregué casi gritando-

Disculpe Señor, me dijo, pero en esas condiciones yo no puedo seguir hablándole... ¡y me cortó!

¿Qué podía hacer? ¿Volver a llamarle? ¿Y si me acusaba de ofensa a la autoridad?

 

No tenía alternativa, seguí por Vicuña Mackenna, buscando ayuda de emergencia para este dolor que se me complicaba.  Me sentí desubicado, no me parecía conocido este lugar, la última vez me pareció verlo más cerca... y mi dolor me perseguía, golpeando en el centro-centro de mi pecho.

 

Al fin llegué, tras una hora veinte de un  taco digno de una ciudad-laboratorio que experimenta el grado de tolerancia de sus ciudadanos. Poco a poco la luz de emergencia de la clínica se me acercaba.

 

Jovencita la doctora-me consolaba para mis adentros-, duro poco mi agrado pues al momento entró una  enfermera amplia, gordita, contundente  termómetro en mano, el que antes de poder responder a su saludo ya me lo había encajado en la axila. 

La acompañaba una auxiliar chiquita. Buenas noches le dije - a lo que,según entendí, movió su cabeza en señal de saludo.

¿No habla la señorita?

-consulté dirigiéndome a la gorda principal-

No, si habla ¡y viera como habla!

-contestó simpáticamente-

Al momento entró la joven doctora,

me tomó la presión y me auscultó por delante y por detrás… yo en silencio, entregado.

Luego vino el show de ¡quítese la ropa y póngase esta batita!... todo por un simple dolor de pecho -pensaba-

¡No lo haré! -le dije con seguridad a la gorda que observaba bata en mano-

Muy bien entonces lo llevaremos bajo sus condiciones y usted se hace responsable de lo que pueda  ocurrirle... de allí a la ambulancia y a correr a la clínica que quedaba a cinco minutos de mi trabajo... de vuelta a la locura del tránsito, pero ahora con escándalo, ulular, saltos entre autos, subidas a la vereda... y yo sentado en acostado en una camillita, de terno y corbata... si tenía que morir en el intento, por lo menos con dignidad, para qué les cuento más...

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