sábado, 15 de noviembre de 2008

EXILIADO EN LA GRAN CIUDAD... problemas idiomáticos

EXILIADO QUE NO ENTIENDE LOS CODIGOS IDIOMATICOS...



Desde hace unos diecisiete años estoy viviendo en esta gran metrópolis, poco a poco fui descubriendo que casi como el juego aquel de “la gran ciudad” , que de niño nos convertía en banqueros y corredores de propiedades.

Exist

en  en nuestra vida movimientos casi azarosos, vuelcos de suerte o de mala suerte. Depende donde te lleve el dado, allí caes y te corona la gloria o te sepulta la malidiscencia y la mala suerte.

Digo  que la vida es “casi” un juego de la gran ciudad,  pues no termino de reconocer  y admirarme que  ella sigue siendo más fuerte qu

e los simples saltos de la emergencia y  la casualidad.

El Profesor Bernardino siempre decía: No digas que “la vida es así”, es necesario diferenciar que “nosotros hacemos la vida así”, luego guardaba silencio, esperando que mi lerda lengua se despertara y negociara nuevas frases con la suya. Era un silencio  ancho como la  alameda que me empujaba a correr por ella, sólo que mis palabras dormitaban a pesar de que mi cerebro volaba en el ámbito de lo mágico de sus reflexiones.

En mi interior sus palabras hacía eco, pero sólo acusaba recibo de  la enseñanza con  un tímido asentimiento de  cabeza, esperando que nuevos mensajes se  abrieran ante mis neuronas juveniles.

Don Bernardino no se hacía de rogar, y al punto volvía  a cruzar sus piernas con suavidad y  acomodándose sobre el sillón me entregaba nuevas vetas ricas de enseñanza.  Toda persona ha nacido para ser feliz, sin embargo, ¿cómo explicas tanto dolor y sufrimiento? Todo surge del  recelo y del temor, esto termina detonando la  incomunicación entre hermanos, entre esposos, entre padres y sus hijos, entre las naciones y los pueblos.

La  incomunicación mató a mi hermano, dijo Don Bernardino,  reduciendo el tono de sus reflexiones como dejando que el dolor  de su recuerdo lo arrullara suavemente.

Ella  fue la causa y  no las balas de los militares. ¡No fueron las metralladoras las asesinas, sino la bala de la incomunicación, del autismo entre pares! Mi hermano fue un hombre amordazado por la violencia y que una vez muerto se transformó en signo parlante de lo que ocurre cuando violamos el sagrado canal de la comunicación. El otro, el asesino, fue un ciego-sordo-mudo que 

se cerró a la posibilidad de discrepancia!

 

Fue un problema de “diferencias idiomáticas”.

 

Esta gran metrópolis puede resultar un enorme e interminable juego, con saltos, con caídas, con pérdidas y ganancias. Recuerdo mi llegada a la capital, cargado de sueños y  de temores. Llegamos una tarde del inicio del otoño, fue como una experiencia de exilio, claro voluntario, pero exilio al fin. Dejamos los amigos de la ciudad provinciana, dejamos el trabajo, pero lo principal que dejamos era la ciudad. Al partir, partimos llorando, dejar esa ciudad de colinas suaves era cortar abruptamente un destete soñado, dejar sus soles cayendo en el mar era automarginarse del paraíso.

Pudo más el impulso por buscar nuevos aires, con mayores proyecciones. Era el sueño del joven que busca espacios y que se lanza a la aventura de lo desconocido por encontrar lo que cree que le falta.

 

La Universidad me abrió sus puertas, iniciaba estudios de post grados. Sería un “Magíster”, similar a los que por  esos años en mi ciudad sólo ejercían como Docentes de la Universidad.  Yo les miraba  en sus clases e imaginaba la posibilidad de llegar a aprender algo similar a lo que en sus diálogos entregan: seguridad, presencia educativa, calidad de enseñanza. Eran mis sueños locos  que como una piedra en bruto estaba allí esperando para ser cincelada y despertar a la vida.

La universidad acogía mis sueños y me invitaba a trabajar por ellos. La ciudad no fue tan generosa, ella no estaba dispuesta a dejarme pasar sin cobrarme el peaje.

Fueron tiempos duros, tiempos de “exilio”. Entraba a una ciudad con otras prácticas, con otros lenguajes.

Allí empecé a descubrir la dinámica de la mega ciudad, de boca grande y voz ronca, la ciudad ensordecedora. La ciudad de los brillos y  la competencia .

Los primeros meses fui un extranjero, no hablaba el idioma de esta ciudad.

Sabía  que sólo el ser humano posee una forma de comunicación codificada por la que ha logrado concretar un IDIOMA propio, según el grupo humano que lo conforma, pero NUNCA había experimentado este brutal “choque idiomático” en un país que por esos años parecía tan uniformado.

 

La experiencia de este choque, traspasaba las palabras, no era una cuestión de “traducción” de términos o frases. Era una cuestión de  VIDA, de costumbres, de formas de ser.

 

EN MEDIO DEL TRANSITO CAPITALINO.

¡Sube  luego, pus´pelao huevón!, fue el grito que me despertó de mi actitud provinciana. Era el grito del chofer de la micro, que como capitan de barco me  “solicitaba” apurar mi ingreso a su vehículo... claro, el “pelao huevón”, lo era porque esperaba que primero subiera una señora  de gordas bolsas.  Para culminar el cuadro, la dama de gordas bolsa, pasó por  mi  lado inconciente de mi gesto.

 

Eramos seres hablando en  actitudes idiomáticas distintas, no podríamos traducirnos sin  hacer un esfuerzo por descifrar lo que marcaba el acto de cada uno. ¿Que hizo esta ciudad de los gestos que naturalmente traía el niño? ¿En qué lugar se sepultó la credibilidad por el otro? ¿Por que ha primado el idioma de la fuerza, el grito, la bravura?

 

Estas actuando con la bravura del que ladra contra las sombras. El perro más bravo, tiene una dósis de temor, pues no sabe que le asecha en las sombras, y nuestras “bravuras” casi siempre son por temor frente a la posibilidad de que el otro me sorprenda con algo que no espero.

 

¿Qué te has creído, chofer de mierda?  

¿A quien crees que estás tratando? ¡No sabes con quien te metes! ¿Que les parece esta actitud de este horangután, Señor del acelerador y las carreras? estas y otras palabras  saltaron y levantaron gritos y pancartas en mi cabeza, pero no tuve la “bravura”  para gritárselas en la cara del chofer.

Sin embargo, me vi obligado tenía que tomar  su destarlada micro, llena de  adhesivos ridiculizantes y colorinches. Al subir, saqué mi peor mirada y  le acuchillé hasta el último pelo de su pequeña  y quizás hueca cabeza. 

Pasé y me senté derrotado, nadie se inmutó de lo ocurrido, nadie asomó una palabra de solidaridad. A los minutos  dormitaba entregado en las manos de este gritón e insultante chofer. Pero dentro de mi se despertaban y se incubaban procesos que traerían consecuencias para mi propia vida.

Silencié el acto y la palabra, pero soltaron su lengua los duendes del pensamiento y desarrollaron su discurso negro de maldiciones. Déjame más bien mudo que rodeado de lenguas de fuego que pulverizan mi espera, mis sueños, mis soledades.

 

 Fue mi primer  “crucero”  en la selva capitalina, el que me quedó dando vuelta por varios días dada esta extraña reacción de un tipo  con el cual nunca habíamos cruzado una palabra.

Racionalicé la situación, era necesario entender que en la dinámica de la ciudad existían variados “idiomas”, cuya propiedad no era sólo de los humanos.

En muchas ocasiones hablamos del “idioma” de los gestos y de las miradas entre las personas, pero también la naturaleza tiene su propio “idioma”.  Recordaba  el lenguaje de las hojas que caían en la alameda de mi ciudad serena ¿cuánta emoción transportaba esa simple hoja caída y contorsionada por la sequedad y el amarillo del otoño?  ¿Qué tremenda voz cogía el viento cuando nos abrazaba a la orilla del mar y se comunicaba con mi piel y mis  huesos? Es que la naturaleza tiene sus propias palabras que las comunica a quien desea escucharlas.

 

Mira, mis perros tienen sus propios idiomas.

La mona es loca para comunicarse. Tiene un sinnúmero de ladridos, algunos nerviosos y agudos como espina; otros graves y ostentosos como candados en guardia; también tiene los temerosos, tristes gemidos que llaman a la compasión.

El Lucas, esposo de la mona, es tan largo que con sus patas nos impide el paso. Es su idioma de acogida. Sus ladridos profundos y bravos son un modo de anunciarnos su protección,  rudimentario  idioma que con el tiempo, poco a poco hemos logrado conocer y descifrar.

En el campo se dice que el perro está “cargando” hacia la esquina del patio, cuando suelta su furia protectora ante la presencia de intrusos; el gemido lastimero cuando se ha enterrado una espina tiene otra connotación; el ladrido casi ahullido de soledad frente a la ausencia de sus amos; la exitación nerviosas por atrapar a un pajarillo que se le escapa; el ladrido juguetón cuando ve que la familia está llegando a la casa. Todos son segmentos de un “idioma” perruno que logra su objetivo: comunica sus sensaciones y su “lenguaje” logra ser descifrados por quienes le escuchan.

¿Y nosotros los humanos usamos siempre el idioma como puente o lo hemos convertido en una frontera?

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