sábado, 15 de noviembre de 2008

TODAVIA NOS QUEDA ALGO DEL IDIOMA DE LOS MONOS…



 

MONOS FRENETICOS EN MEDIO DE LA CIUDAD.

 

El peso genético es muy  fuerte, me conversaba Don Bernardino aquel Domingo.

La fuerza genética del mono aún no ha evolucionado totalmente en nosotros, nos coge de cuando en cuando y  se manifiesta amordazando a la razón.  Transforma nuestras palabras y los gestos, nos hace señores de la metralla, amantes de la bravura, peones de la violencia.

 

Nuestro primer idioma como género humano fue el gemido, el gesto acompañado del grito, del salto. Era necesario gritar y contorsionarse hasta el dolor del rostro si era necesario para manifestar el peligro que significaba el aparecimiento de un animal peligroso para la vida del grupo.

No bastaba un grito, era necesario el acompañamiento de cada músculo que levantara las piernas y los brazos, que se convertían junto al brutal esfuerzo de la garganta, en la alerta salvavidas de aquellas pobres primeras comunidades en proceso de hominización.

Era la sed de comunicación que llevó al simio a dar el salto hacia la humanidad comunicativa.  Era la fuerza imparable de la evolución que requería un código que vinculara a los miembros de una misma tribu, este sería el canal para seguir la ruta del crecimiento.

Era el nacimiento de la lengua articulada y del idioma común.

 

Tengo un libro interesantísimo que nos habla sobre esto, dijo Don Bernardino, y me invitó a pasar a su escritorio, era un lugar que a mí me encantaba, así que prontamente respondí a su invitación.

Después de un largo pasillo se entraba a una pieza grande, me parecía tan antigua como el viejo palto que se podía ver por una de sus ventanas. Todas sus paredes estaban cubiertas de libros, de todos los portes y colores, ocupando de arriba a bajo todos los espacios.

¿Pero ha leído todos estos libros Don Bernardino?, consulté. Imposible meta es esa, he leído muchos, y muchos en algunos de sus capítulos.

 

Entrar allí era mágico, los olores envolvían desde la entrada, eran como azahares de primavera, pero con olor a libros  ancianizados, llenos de la sabiduría de miles de pensamientos.

En medio de esa multitud de pensadores empezó a buscar paseándose por la historia y la filosofía, el arte y las ciencias. Tenía una biblioteca cargada de pensadores,  en un desorden estrellado de colores y tamaños, de ediciones nuevas y antiguas. Su mano cogía los libros, los separaba, de alguna forma trataba de sentarlos más confortablemente, algunos  los cogía como viejos amigos y los dejaba a un lado, con la esperanza de un día volver a leerlos.

¡Aquí está lo que buscaba!, una joya de la antigua editorial TOR “El origen del hombre” de Charles Darwin, el mismo criticado por los anti evolucionistas y los creacionistas.

Era un libro amarillo, de hojas gruesas y decididas a permanecer en el tiempo, al fin era una edición de 1952.

Empezó a hojearlo y rápidamente encontró el trozo que buscaba. Con voz segura inició la lectura:

 

“No me cabe duda que el origen del lenguaje debe su origen a la imitación y a la modificación, ayudada con signos y gestos de distintos sonidos naturales, de las voces de otros animales y los gritos instintivos del hombre mismo...no me parece increíble que un animal simiano, más habil, haya tenido la idea de imitar los aullidos de un animal feroz para advertir a sus semejantes, precisando el peligro que los amenazaba. En un hecho de esta naturaleza habría un primer paso hacia la formación del lenguaje.

Ejercitada cada vez más la voz, los órganos vocales se habrán robustecido y perfeccionado, en virtud del principio de los efectos hereditarios del uso, lo que a su vez habrá influido en la potencia de la palabra.

Podemos admitir con seguridad que el uso continuo y el perfeccionamiento de esta facultad han debido obrar a su vez en la inteligencia, permitiéndole y facilitándole el enlace de una serie más extensa de ideas. Nadie se puede entregar a una sucesión prolongada y compleja de pensamientos sin el auxilio de palabras.”

 

Entre estas páginas antiguas y parduscas florecía el análisis y el entendimiento, se trataba de aprender a vivir en esta ciudad algo selvática.  Don Bernardino me comentaba sobre el inicio del lenguaje. Mira este otro libro, me invitaba, en este se dice que los estudiosos del hombre coinciden que en la búsqueda del origen del ser humano moderno existen “eslabones”. Estos se inician con la aparición de un antepasado común en la tierra, hace 40 millones de años: el primate bosquimano, nacido en medio de dinosaurios, astuto habitante de los árboles, de quien somos deudores por darnos el inicio de la vida, que un día sería humana.

Otro eslabón clave en el  nacimiento del idioma surge hace 500.000 años, es el Homo Erectus,  el más antiguo rastro del género HOMO encontrado. Aprendió a usar el fuego, la caza y herramientas básicas como el hacha.

Era de imaginar que es posible que este viejo pariente nuestro sea el primero en iniciar un lenguaje común, dado el desarrollo de sus órganos de fonación y el desarrollo inicial de su centro de lenguaje en el cerebro.

¡Qué bien suena el saber cómo el ser humano ha evolucionado hasta las formas de idioma y lenguajes que hoy utilizamos!

Pero también sigue  resonando un llamado: tenemos que humanizar nuestras comunicaciones, tomar conciencia de nuestros procesos evolutivos y detenernos, cuando aquel gen oculto de simio, que todos llevamos dentro, quiere tomar control de nuestras frases y decisiones…

SINDROME DEL ATAQUE CERCANO.


A LA ALTURA DE LA DESCONFIANZA.

 




Esta ciudad fue reduciendo el goce de sus jardines y plazas, para  elevar cada vez más el tamaño de sus rejas. No quiso quedarse conforme con una breve separación de los espacios, necesitó de muros y divisiones fuertes. Convocó a todos los ladrillos del mundo y les mostró su mayor pecado:

 

¡Soy desconfiada!

- dijo la ciudad-

no soporto la mirada del vecino,

a cada momento veo que en sus ojos

hay un detector de mis pertenencias y de mi propiedad.

 

¡Eso es  un ataque presunto!

-contestaron millones de ladrillos-

puede ser una intuición genial, que te está llamando a tomar medidas de seguridad y protección...

-concluyeron interesadamente los ladrillos princesa y los fiscales-

 

¡Es la invasión virtual, la de los temores inventados!

-dijeron los ingenieros y sus computadores!

 

De allí surgió un pacto para toda la vida.

 

La ciudad aportaba la duda, el temor, la inseguridad.

Los ladrillos la altura, la división, la frontera.

Lentamente cada vecino se encargó de acrecentar sus temores.

 

La pandereta se transformó en pared y la pared pasó a ser un  muro fuerte, infranqueable.

Era el síndrome del ataque presunto, más grave tal vez que un acto de violencia concreto.

 

La misma intuición corrió por todas las calles, existía un acuerdo tácito para elevar las divisiones. Un Alcalde llamó a los vecinos a que cerraran sus pasajes ¿Para qué dejar a intrusos pasear por frente a su casa? ¡Ustedes tiene derecho a encerrarse en sí mismos, ustedes pueden alejar a los intrusos en las condiciones que lo deseen!

 

¿CÓMO SE EXPRESA EL SINDROME DEL ATAQUE CERCANO?

 

La intuición del ataque cercano es más grave que la del asalto en concreto, lo es por que ella nos cierra toda posibilidad que creer en los cercanos.

 

Todos son sospechosos de culpa, todos son probables ofensores de las buenas costumbres, todos son atacantes en potencia... ¿y cómo me puedo defender de todos? ¿Cómo en esta sicosis colectiva, puede distinguir la mano que me acoge, de la garra que me ataca?

 

En esta ciudad de la desconfianza, crecieron mis sueños y mis trabajos por llegar a metas exigentes, productivas, a correr en vez de caminar. En medio de estas tensiones levanté mi carpa y me quedé en la gran ciudad, con grandes exigencias y ansiedades.

 

Tal vez esto tenga que ver con mi visita al médico el mes pasado: ¡Stress! fue el diagnóstico del señor de blanco, sentenciándome a una pena blanda: unos días de licencia, si no terminarás con los cables pelados - fue su frase dicha con voz de un dictador paternalista.

 

He empezado a formar parte del 35% de santiaguinos que tienen un nivel de stress, tensión, ansiedad, depresión, debilitamiento de las ganas de vivir.

 

No es sólo una estadística, es una realidad que nos afecta la convivencia de cada día, en el metro, en el bus, en el supermercado… somos un conjunto de personas que nos miramos y tememos hablarnos, tememos recibir una consulta de un desconocido… la desconfianza rompe grupos, familias, comunidades enteras ¿cómo podremos superarla en el día un poquito, partiendo por lo más cercanos?

 

 

El Idioma como medio de humanización.


EL IDIOMA NO ES CREACION EXCLUSIVA DEL SER HUMANO.

 

Muchos definen el idioma como “Lengua de un pueblo o nación, o común a varios”, pero esto es una descripción restrictiva del idioma.

Hoy el idioma es más que una lengua, es una  forma de comunicación que puede ser verbal, escrita o gestual que  tipifica a un país, un grupo, una comunidad.

 

Los animales también códigos idiomáticos, formas comunicacionales  entre ellos y hacia sus dueños, mediante señales visuales, acústicas y olfativas que les permiten relacionarse con su entorno.

 

HABLAMOS, ¿PERO NOS COMUNICAMOS?

 

Y nosotros, animales parlantes,  autonominados creadores del idioma, somos talvez quienes más dramáticamente se comunican, quienes experimentan las mayores soledades, en un mundo en que los hablantes imperan.

Hablamos, pero nos comunicamos poco. Somos como sere

s llevados por la incomunicación y la desesperación de temer perder sus espacios y los defendemos con gesticulaciones, con gritos, con espantos.

El idioma pone en acto nuestros grados de inteligencia, nos abre a la riqueza linguística que comunica, que vincula, que relaciona humanamente.

 

UNA EXPERIENCIA DEL IDIOMA DE LA GRAN CIUDAD.

 

Medio dormido, no por la comodidad, sino por lo avanzado de la noche, viajaba en esta vieja  y quejumbrosa micro. Cada frenada era un atentado contra mi espalada y mi frente, a pesar de que llevaba mis manos cual garras cogidas del fierrro oxidado del asiento delantero.

En ese remolino de velocidad y ruido, medio soñaba, medio  pensaba en el hombre prehistórico, antes de la existencia del idioma común, antes de crear la  lengua de un pueblo o nación que fuese común a varios, ese modo particular de hablar de algunos o en algunas ocasiones.

Entre salto y salto mis pensamientos volaban, imaginaba al hombre primitivo, saltando en medio de la tribu, colocando entre espasmos y aullidos un rostro homínido que buscaba expresar pánico para que la tribu corriera a protegerse del peligro inminente. Claro, eran imágenes de la guerra del fuego, la lucha de nuestros héroes predecesores por sobrevivir en un medio hostil. Este chofer tenía mucho de hombre prehistórico, le bastaban algunos gestos y un rudimentario lenguaje para comunicar su prepotencia, y así poder sobrevivir en este difícil medio santiaguino.

Una brusca frenada detuvo mis pensamientos, y gracias a un estado de vigilia, pude afirmarme del asiento para no golpearme contra los viejos y rallados fierros de esta micro. Al momento llegue al paradero 22 y medio, allí me esperaban una cuántas cuadras que tenía que recorrer a pie.

Las oscuras esquinas se  abrían ante mi en forma de un camino silencioso y lleno de formas y ecos luminosos.

La soledad de aquella larga calle  me hacía sentir un señor de la noche, dueño de todos los metros cuadrados que me rodeaban. De alguna forma esa noche se transformaba para mi, en la selva de mis sueños, oscuro laberinto abierto a las sorpresas.

Era la ciudad de luto que callando me llenaba de voces interiores, era la selva que al acogerme por sus rutas me hacía sentir pequeño, indefenso ser buscando cobijo, abriéndose nerviosamente paso hacia la mesa, el pan y el abrazo que le esperaban.

Pasaba a tranco rápido por esas oscuras esquinas, llevaba un paso temeroso, alquitranado por el peso de la incertidumbre, cada sombra podría ser una mano, una garra, un palo que buscaba mi rostro, mi pecho, mi brazo para darle caza y morderlo.

Iba rápido, como viento del sur,  demostrando la seguridad que no tenía. No quería encontrarme con uno de los orangutanes que acostumbran a trabajar de noche, robándonos todo el trabajo de nuestro día.

Al igual que los saltos del hombre primitivo, mis pasos estaban aprendiendo el lenguaje del temor, temor al zarpazo oculto y bramador de las mentes de los hombres que un día soltaron sus naves las amarras de la cordura y se internaron por mares de violencia, temor a la descarga mortal que se esconde en los matorrales y que cada cierto tiempo nos golpea, nos derriba del lugar en que estábamos.

Aquella noche tomé conciencia de que la ciudad me estaba enseñando un idioma nuevo, era el arte de sobrevivir en la ciudad del tango, aquella que asegura que “el mundo fue y será una porquería siempre así, en el 510 y en el 2.000 también”...

 

Llegué a la casa empapado de sudor y lleno de impotencia, esta se me había subido desde el piso de la ciudad, abrazó mi espalda para quedarse allí quieta pero ardiente, silente pero llena de las miradas de todos los rechazados y desadaptados de este orden de violencia y raíz selvática que nos ha ido envolviendo y adormeciendo al punto que recibimos como “normal” las mayores anormalidades.

 

PODEMOS LEVANTAR OTRA CIUDAD.

 

No podemos vivir en el miedo. No es vida humana crecer en medio de la desconfianza, la ansiedad, las oscuras reacciones que puede venir del otro.

Así como el lenguaje es un conjunto de sonidos articulados con que el hombre manifiesta lo que piensa o siente, y por su medio va formando sistema de comunicación y expresión verbal propio de un grupo humano, así también hemos ido articulando una serie de hábitos, percepciones, conductas sociales que nos arrancan brutalmente del eje humanizador y nos lanzan a la prostitución de la humanidad que es común a todos.

En cada ciudad  hemos ido creando sistemas que reproducen el idioma de la agresividad, de la tensión, de la rapidez, de la urgencia, de la locura.

Pese a todo, pese a las altas rejas que hemos levantado, pese a los barrotes, pese a las alambradas y alarmas, estamos llamados a vivir en comunión, a crear una nueva ciudad: de la acogida, de la confianza, del encuentro, de la plaza comunitaria… que ya no nos reúne… las nuevas plazas que nos aglutinan son los canales de televisión, los diarios. Por ellos nos imponemos de lo que pasa en  nuestra ciudad… pero necesitamos en contacto persona a persona, creando comunidad.  ¿Será posible? No me cabe duda que es posible, claro que depende de la decisión de querer hacerlo.

La escuela vieja de la desconfianza, lo único que nos ha enseñado que el mejor amigo del hombre es el perro… que el mundo fue y será una porquería… podemos cambiar el tango.

EXILIADO EN LA GRAN CIUDAD... problemas idiomáticos

EXILIADO QUE NO ENTIENDE LOS CODIGOS IDIOMATICOS...



Desde hace unos diecisiete años estoy viviendo en esta gran metrópolis, poco a poco fui descubriendo que casi como el juego aquel de “la gran ciudad” , que de niño nos convertía en banqueros y corredores de propiedades.

Exist

en  en nuestra vida movimientos casi azarosos, vuelcos de suerte o de mala suerte. Depende donde te lleve el dado, allí caes y te corona la gloria o te sepulta la malidiscencia y la mala suerte.

Digo  que la vida es “casi” un juego de la gran ciudad,  pues no termino de reconocer  y admirarme que  ella sigue siendo más fuerte qu

e los simples saltos de la emergencia y  la casualidad.

El Profesor Bernardino siempre decía: No digas que “la vida es así”, es necesario diferenciar que “nosotros hacemos la vida así”, luego guardaba silencio, esperando que mi lerda lengua se despertara y negociara nuevas frases con la suya. Era un silencio  ancho como la  alameda que me empujaba a correr por ella, sólo que mis palabras dormitaban a pesar de que mi cerebro volaba en el ámbito de lo mágico de sus reflexiones.

En mi interior sus palabras hacía eco, pero sólo acusaba recibo de  la enseñanza con  un tímido asentimiento de  cabeza, esperando que nuevos mensajes se  abrieran ante mis neuronas juveniles.

Don Bernardino no se hacía de rogar, y al punto volvía  a cruzar sus piernas con suavidad y  acomodándose sobre el sillón me entregaba nuevas vetas ricas de enseñanza.  Toda persona ha nacido para ser feliz, sin embargo, ¿cómo explicas tanto dolor y sufrimiento? Todo surge del  recelo y del temor, esto termina detonando la  incomunicación entre hermanos, entre esposos, entre padres y sus hijos, entre las naciones y los pueblos.

La  incomunicación mató a mi hermano, dijo Don Bernardino,  reduciendo el tono de sus reflexiones como dejando que el dolor  de su recuerdo lo arrullara suavemente.

Ella  fue la causa y  no las balas de los militares. ¡No fueron las metralladoras las asesinas, sino la bala de la incomunicación, del autismo entre pares! Mi hermano fue un hombre amordazado por la violencia y que una vez muerto se transformó en signo parlante de lo que ocurre cuando violamos el sagrado canal de la comunicación. El otro, el asesino, fue un ciego-sordo-mudo que 

se cerró a la posibilidad de discrepancia!

 

Fue un problema de “diferencias idiomáticas”.

 

Esta gran metrópolis puede resultar un enorme e interminable juego, con saltos, con caídas, con pérdidas y ganancias. Recuerdo mi llegada a la capital, cargado de sueños y  de temores. Llegamos una tarde del inicio del otoño, fue como una experiencia de exilio, claro voluntario, pero exilio al fin. Dejamos los amigos de la ciudad provinciana, dejamos el trabajo, pero lo principal que dejamos era la ciudad. Al partir, partimos llorando, dejar esa ciudad de colinas suaves era cortar abruptamente un destete soñado, dejar sus soles cayendo en el mar era automarginarse del paraíso.

Pudo más el impulso por buscar nuevos aires, con mayores proyecciones. Era el sueño del joven que busca espacios y que se lanza a la aventura de lo desconocido por encontrar lo que cree que le falta.

 

La Universidad me abrió sus puertas, iniciaba estudios de post grados. Sería un “Magíster”, similar a los que por  esos años en mi ciudad sólo ejercían como Docentes de la Universidad.  Yo les miraba  en sus clases e imaginaba la posibilidad de llegar a aprender algo similar a lo que en sus diálogos entregan: seguridad, presencia educativa, calidad de enseñanza. Eran mis sueños locos  que como una piedra en bruto estaba allí esperando para ser cincelada y despertar a la vida.

La universidad acogía mis sueños y me invitaba a trabajar por ellos. La ciudad no fue tan generosa, ella no estaba dispuesta a dejarme pasar sin cobrarme el peaje.

Fueron tiempos duros, tiempos de “exilio”. Entraba a una ciudad con otras prácticas, con otros lenguajes.

Allí empecé a descubrir la dinámica de la mega ciudad, de boca grande y voz ronca, la ciudad ensordecedora. La ciudad de los brillos y  la competencia .

Los primeros meses fui un extranjero, no hablaba el idioma de esta ciudad.

Sabía  que sólo el ser humano posee una forma de comunicación codificada por la que ha logrado concretar un IDIOMA propio, según el grupo humano que lo conforma, pero NUNCA había experimentado este brutal “choque idiomático” en un país que por esos años parecía tan uniformado.

 

La experiencia de este choque, traspasaba las palabras, no era una cuestión de “traducción” de términos o frases. Era una cuestión de  VIDA, de costumbres, de formas de ser.

 

EN MEDIO DEL TRANSITO CAPITALINO.

¡Sube  luego, pus´pelao huevón!, fue el grito que me despertó de mi actitud provinciana. Era el grito del chofer de la micro, que como capitan de barco me  “solicitaba” apurar mi ingreso a su vehículo... claro, el “pelao huevón”, lo era porque esperaba que primero subiera una señora  de gordas bolsas.  Para culminar el cuadro, la dama de gordas bolsa, pasó por  mi  lado inconciente de mi gesto.

 

Eramos seres hablando en  actitudes idiomáticas distintas, no podríamos traducirnos sin  hacer un esfuerzo por descifrar lo que marcaba el acto de cada uno. ¿Que hizo esta ciudad de los gestos que naturalmente traía el niño? ¿En qué lugar se sepultó la credibilidad por el otro? ¿Por que ha primado el idioma de la fuerza, el grito, la bravura?

 

Estas actuando con la bravura del que ladra contra las sombras. El perro más bravo, tiene una dósis de temor, pues no sabe que le asecha en las sombras, y nuestras “bravuras” casi siempre son por temor frente a la posibilidad de que el otro me sorprenda con algo que no espero.

 

¿Qué te has creído, chofer de mierda?  

¿A quien crees que estás tratando? ¡No sabes con quien te metes! ¿Que les parece esta actitud de este horangután, Señor del acelerador y las carreras? estas y otras palabras  saltaron y levantaron gritos y pancartas en mi cabeza, pero no tuve la “bravura”  para gritárselas en la cara del chofer.

Sin embargo, me vi obligado tenía que tomar  su destarlada micro, llena de  adhesivos ridiculizantes y colorinches. Al subir, saqué mi peor mirada y  le acuchillé hasta el último pelo de su pequeña  y quizás hueca cabeza. 

Pasé y me senté derrotado, nadie se inmutó de lo ocurrido, nadie asomó una palabra de solidaridad. A los minutos  dormitaba entregado en las manos de este gritón e insultante chofer. Pero dentro de mi se despertaban y se incubaban procesos que traerían consecuencias para mi propia vida.

Silencié el acto y la palabra, pero soltaron su lengua los duendes del pensamiento y desarrollaron su discurso negro de maldiciones. Déjame más bien mudo que rodeado de lenguas de fuego que pulverizan mi espera, mis sueños, mis soledades.

 

 Fue mi primer  “crucero”  en la selva capitalina, el que me quedó dando vuelta por varios días dada esta extraña reacción de un tipo  con el cual nunca habíamos cruzado una palabra.

Racionalicé la situación, era necesario entender que en la dinámica de la ciudad existían variados “idiomas”, cuya propiedad no era sólo de los humanos.

En muchas ocasiones hablamos del “idioma” de los gestos y de las miradas entre las personas, pero también la naturaleza tiene su propio “idioma”.  Recordaba  el lenguaje de las hojas que caían en la alameda de mi ciudad serena ¿cuánta emoción transportaba esa simple hoja caída y contorsionada por la sequedad y el amarillo del otoño?  ¿Qué tremenda voz cogía el viento cuando nos abrazaba a la orilla del mar y se comunicaba con mi piel y mis  huesos? Es que la naturaleza tiene sus propias palabras que las comunica a quien desea escucharlas.

 

Mira, mis perros tienen sus propios idiomas.

La mona es loca para comunicarse. Tiene un sinnúmero de ladridos, algunos nerviosos y agudos como espina; otros graves y ostentosos como candados en guardia; también tiene los temerosos, tristes gemidos que llaman a la compasión.

El Lucas, esposo de la mona, es tan largo que con sus patas nos impide el paso. Es su idioma de acogida. Sus ladridos profundos y bravos son un modo de anunciarnos su protección,  rudimentario  idioma que con el tiempo, poco a poco hemos logrado conocer y descifrar.

En el campo se dice que el perro está “cargando” hacia la esquina del patio, cuando suelta su furia protectora ante la presencia de intrusos; el gemido lastimero cuando se ha enterrado una espina tiene otra connotación; el ladrido casi ahullido de soledad frente a la ausencia de sus amos; la exitación nerviosas por atrapar a un pajarillo que se le escapa; el ladrido juguetón cuando ve que la familia está llegando a la casa. Todos son segmentos de un “idioma” perruno que logra su objetivo: comunica sus sensaciones y su “lenguaje” logra ser descifrados por quienes le escuchan.

¿Y nosotros los humanos usamos siempre el idioma como puente o lo hemos convertido en una frontera?

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