Poco a poco nos fuiste mostrando tu paternidad, soy tu hijo.
Pero también la fraternidad: he nacido con otros, soy hermano.
Aprendemos que es necesario tomar dos puntas de la vida:
La fortaleza de ser YO y la necesidad de ser un NOSOTROS.
La vida se encarga de hacernos ver que no es verdad
“que no le debo nada a nadie”, que me he hecho “solo”.
Nos educaste Señor en la pedagogía de la familia y la comunidad,
en el ejercicio de sentirnos incompletos sino crecemos en comunión.
Vamos aprendiendo que la vida, mi vida es mucho más que mi YO ,
es mucho más que mi conciencia, mis intereses y mis derechos.
Sin comunidad mi voz no hubiese sido lenguaje,
sin otros mis huesos rotos no hubiesen sanado
y nunca las manos ausentes en mi vida
se hubiesen cambiado por otras que reemplazaron el afecto y la cercanía.
Sin comunidad no hay Iglesia que levante las manos,
que lleve a la calle, a las plazas, al capitolio, a la ONU,
al hospital, a la escuela, a la empresa, a la familia
el anuncio de que el ser humano ha resucitado para siempre,
que nunca morirá y que por eso valoramos su vida,
porque sin este acto de valorar al UNO se pierde el TODO,
desaparece la comunidad que sostiene la vida humanizada.